Mi niñez no ha sido diferente a la de vosotros, no ha sido peor, ni seguramente mejor.
De ella recuerdo muchas cosas: los sabañones del invierno (eso sí era frío), las cabañas
Con el paso del tiempo te das cuenta que entonces tenias toda la libertad, y por tanto, toda la felicidad que un niño de siete ú ocho años podía tener. La vida giraba en torno al colegio, la comida del mediodía, más colegio y, por fin, el bocadillo con “manteca” y chocolate al lado de los amigos, hasta que se hacía oscuro y había que volver a casa.
A veces, como algo extraordinario, nos atrevíamos a llegar a la “Estación” é incluso seguir por la vía hasta los manantiales de San Isidro, y, si eras de los más valientes, pegarte un baño en calzoncillos saltando desde lo más alto.
Los veranos eran largos, muy largos, estoy seguro que mucho más de lo que son ahora.
Las mañanas se pasaban dando clases de “repaso” con don Daniel, pero las tardes, a partir de las cinco (hora oficial en la que se acababa la siesta), se volvía a las andadas.Era el momento de coger ranas en aquellas abandonadas balsas que un día conocieron el esplendor del cáñamo, comer “agrillo” y subirnos a la inmensa Jacaranda de la Cruz de los Caídos, o peor aún, trepar por la escalera trasera del propio edificio hasta la azotea.
El peligro entonces, simplemente no existía. Podíamos jugar al fútbol en la calle y si algún coche pasaba y nos pitaba, parábamos el juego unos segundos, con desgana y mirada amenazadora.
Al caer la noche, y después de cenar, la calle se convertía en un improvisado porche donde nos juntábamos todos los vecinos frente al “Telefunken” que mi padre sacaba desde la salita hasta la puerta, gracias a su largo cable y a una mesa (con transformador incluido) de ruedas. El perro-lobo de escayola (comprado en la Feria), que acompañó siempre a nuestro televisor, mantuvo un milagroso equilibrio a lo largo de esos continuos trasiegos del verano. El un, dos, tres…era lo que mayor expectación despertaba, y ver a “Kiko” con sus muñecas llenas de relojes y ese fajo de billetes en sus manos nos alejaba por completo de la realidad.
Había un momento especial del verano, bueno, en realidad, eran dos.
Uno era, sin duda, la Feria. Eran unos días mágicos en los que todo era posible, desde montar en aquél inmenso carrusel que la familia Tortosa, sin duda, había heredado de quien sabe cuantas generaciones, hasta reírte a carcajadas con las ocurrencias de los hermanos Calatrava, aunque en realidad no entendieses sus chistes. Podías acostarte mucho más tarde de lo habitual, y comprar en aquellos viejos “puestos” de juguetes las bombas fétidas, ó “cosas peores”, con los que tomar el pelo a los abuelos que venían a casa el día de los “Santicos”.
El segundo ocurría en los domingos de agosto, pasada la Feria, cuando por fin tocaba ir a la playa. Era un espectáculo vernos subidos en el flamante “Renault cuatro” cargados con la olla de “pelotas” que mi madre previamente había preparado. No faltaba ni siquiera el “moro”, un extraño cruce de perro más listo que el hambre, que pacientemente esperaba a que se abriese la primera puerta del coche para subirse. En llegar, escarbaba un agujero buscando el frescor, a la sombra de la inmensa sombrilla de colores que mi padre clavaba y allí se quedaba en un extraño letargo del que sólo despertaba al sonido de la olla.
El segundo ocurría en los domingos de agosto, pasada la Feria, cuando por fin tocaba ir a la playa. Era un espectáculo vernos subidos en el flamante “Renault cuatro” cargados con la olla de “pelotas” que mi madre previamente había preparado. No faltaba ni siquiera el “moro”, un extraño cruce de perro más listo que el hambre, que pacientemente esperaba a que se abriese la primera puerta del coche para subirse. En llegar, escarbaba un agujero buscando el frescor, a la sombra de la inmensa sombrilla de colores que mi padre clavaba y allí se quedaba en un extraño letargo del que sólo despertaba al sonido de la olla.
El día transcurría en las playas de Guardamar, entre continuos gritos de
advertencia para que no nos metiésemos muy adentro y el regreso, llenos de arena,
“galipote” en los pies, quemados por el sol y muertos de cansancio, pero deseando que
llegase pronto el próximo domingo.
Hubo un verano, el de 1972, que fue muy especial. Hacía unos meses que “El Lute” se
había fugado del Puerto de Santamaría. En realidad, aquella huida le duró casi tres años,
y su leyenda de terrible y despiadado delincuente fue creciendo a la vez que nuestra
imaginación. Por entonces hacía un par de años que el “Canales y Martínez” se había
cerrado y se corrió la voz de que estaba escondido en sus sótanos. Las portadas de los
periódicos de aquél verano avisaban de que se le seguía buscando junto a sus hermanos, el “Lolo” y el “Toto”, y de que eran muy peligrosos. Los más mayores nos “metían” el miedo en el cuerpo contándonos que lo habían visto salir y entrar en varias ocasiones del colegio y que no se nos ocurriese acercarnos. La aventura parecía hecha a medida para unos niños de diez años, deseosos de demostrar que no teníamos miedo a nada, y mucho menos al “Lute”, aunque al llegar a casa tuvieses que acostarte con tu hermano mayor.
Las tardes las pasábamos armados con piedras metiéndonos por el agujero de
una especie de depósito subterráneo que había en el colegio y allí esperábamos
sorprenderle. A finales de verano, cuando las tardes ya empezaban a acortar, la sorpresa fue para mí, cuando, armado de mi correspondiente piedra, volví a meterme por aquél agujero y alguien, seguramente “El Lute”, me cogió por las piernas. Empecé a gritar con tanta fuerza, que mis compañeros de aventuras se
asustaron más que yo, lo que hizo que emprendieran su huida y me dejaran allí sólo,
pero mis gritos no evitaron que aquellos brazos me arrastraran hasta el fondo y
que el miedo me paralizara mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad.
Lentamente, primero una sombra, después una figura y por fin, un rostro, una cara
anciana que en nada se parecía al delincuente que iba a acabar con mi vida. Sólo era un
pobre vagabundo que se había resguardado a pasar la noche y que acabó ayudándome a
salir, con la promesa de que no volviese a meterme para evitar que me hiciese daño. A
muchos metros se ocultaban mis compañeros que, al verme salir sano y salvo, se
acercaron a preguntarme cómo era “El Lute” y porqué me había dejado salir. Bueno,
uno no tiene muchas oportunidades como éstas para ser un héroe, así que metí la “trola”
más grande que pueda uno imaginarse y quedé como un valiente.
-Me dejó vivir a cambio de no decir nada y nunca más volver a aquél agujero- les dije,
cosa que, lógicamente, cumplimos al pie de la letra, por lo menos en lo que respecta a la
segunda condición.
El resto del verano lo pasamos inventando historias del “Lute” y contándoselas a todo el mundo. Muchos fueron a buscarlo al “Canales” armados con piedras, pero sin duda ya había huido, quien sabe donde, hasta que algunos meses más tarde coincidió que fue detenido en Sevilla (de donde nunca salió) junto a su hermano “Lolo”.
Lo recuerdo como hoy, volvía a ser el inicio del siguiente verano y la noticia era portada de periódicos y “Telediarios”. En cierto modo, yo era responsable de su detención ya que lo había hecho salir de aquél agujero.
El nuevo y largo verano que comenzaba volvió a ser emocionante, como todos, como había sido el anterior, y además, con “El Lute” detenido, nos daba la tranquilidad de poder volver a su escondite y buscar restos de su fugaz estancia.
Una botella vacía de vino fue lo único que encontramos, pero era suficiente prueba de que había estado allí, ¿Qué otra cosa podía beber un delincuente?
Volvieron las clases de don Daniel, las siestas, y las aventuras de una niñez como
la de vosotros, ni peor, ni seguramente mejor....
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